A Jorge Eduardo hay que leerlo en vida, puesto que el mal que aqueja a Nicaragua es el de tener una pésima memoria histórica, y la suya es luminosa.
Cosa difícil es hacer todo al mismo tiempo. Sin embargo, a riesgo de dispersarse y no hacer nada bien, Jorge Eduardo Arellano ha logrado ––a lo largo de más de medio siglo de carrera–– hacer lo que en Nicaragua se creía imposible: conjugar en una sola obra al historiador, al narrador, al crítico, al estudioso de Rubén Darío, al bibliógrafo y al poeta. De todas las épocas y todas las civilizaciones no hemos aprendido la noble enseñanza de que a un autor se le debe reconocer en vida para no tener como triste responso lo que Ezra Pound dijo ante el féretro de T.S. Eliot: “Léanlo”.