Los narradores tienen la virtud de contar las cosas cotidianas, ordinarias y extraordinarias, históricas y ficticias, de manera distinta, captando la atención del lector por cualquiera de las múltiples motivaciones que puedan tener.
En esta parte del mundo los cuentos forman parte de nuestras vidas, y hasta se podría decir que están en nuestros genomas. Mario Urtecho (2011).
Un nuevo libro con veintiún relatos y una introducción que ha llamado Obertura, es la obra reciente del escritor y editor Mario Urtecho, el que tituló con el nombre de la narración colocada entre diez cuentos antes y diez después: La mujer del padre Prado. ¿Qué ficcionales intenciones tuvo al asumir para su libro este y no otro título? Se lo pregunté en el conversatorio que sostuvimos en ocasión de la presentación de sus relatos en el Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica, a cuyo presidente, René González —fuente de la primicia que narra—, “tataranieto de aquellos amores”, dedica el texto. La respuesta fue la que suponíamos: es provocador, despierta la imaginación, invita a la especulación, y pone, aunque algunos se escandalicen, sobre la escena pública, un asunto inseparable en algunos personajes de la historia de Nicaragua, al menos de los últimos dos siglos. ¿Cuántos llevan en sus venas alguna gotita de sangre de presbítero u obispo? Pérez, Vigil, González, Vivas, Gurdián… eso dicen también sobre la paternidad de Rubén Darío. Ellos, como recoge el narrador de lo que decían en el pueblo, “debajo de la sotana el padre tiene lo mismo que los demás hombres, nada más que bendito”.
El autor tuvo la precaución, al anotar en la portada del libro: y otros cuentos, de escudarse frente a reclamos e inconformidades de quienes se sientan aludidos, o interesados en evadir lo que se dice. Suscribe el mencionado texto en la categoría de cuento, salvándose de la obligación de dar explicaciones y sujetarse a las precisiones, fuentes y evidencias que obliga —para ocultar sus fantasías—, la historia.
Un profesor de origen español del Instituto Pedagógico de Managua, Hermano Cristiano de La Salle, a fines de la década del 70, dijo con humor una frase que guardó en mi memoria: “Nunca digas que este cura no es tu padre”. Años después, en la década del noventa, un colega de la Guardia Civil española repitió la misma expresión. Dicen que tuvo origen en la España de la posguerra, cuando la única posibilidad de estudiar para los más pobres, era hacerse cura, militar o guardia civil. Todo parece indicar que el asunto no es nuevo, porque el relato al que Mario se refiere y que ha matizado con la ficción, se suscribe a fines del siglo XIX en Chontales, cuando Francisca Aráuz quedó viuda, una bella mujer de 25 años, con su hija Isabel, y el padre Ramón Prado, consoló a la familia doliente y, en particular, a la joven viuda.
Panchita, era gallarda, impetuosa y trabajadora. Un día (1895), de copiosa lluvia, ríos desbordados y caminos anegados, yendo de La Libertad hacia Santo Domingo, se encontró con el presbítero, quien venía en sentido inverso. Necesitados de guarecerse, con sus ropas empapadas, se confabularon las circunstancias para que ambos se calentaran… Pasó lo que tuvo que pasar. El cura quiso seguir disfrutando de los encantos de la mujer, y ella, con su temple firme, estableció las reglas que, desde su formación de capellán militar en tiempos de Zelaya y sacerdote de la Diócesis de Nicaragua, aceptó. Se supo en La Libertad del amancebamiento con el padre, unión que los vecinos sin aceptar, no condenaron. “Durante 14 años compartieron lecho y techo”. Nació Aurora, quien procreó diecinueve hijos, “entre ellos once mujeres, conocidas en la avenida Bolívar de la Managua de antaño como las once mil vírgenes”. A la muerte del cura (1909), los familiares, sin aceptar su relación conyugal, la demandaron por lo judicial, reclamando en herencia presuntos bienes del clérigo. Ella enfrentó los juicios y el tribunal la absolvió y declaró “dueña de la mitad de los bienes pertenecientes a la testamentaria del presbítero”.
Mario tiene la inclinación natural de contar, gracias a la herencia de su abuela materna —según él mismo confiesa—, es ahora “un cuentista confirmado”, que le gusta “escribir cuentos de verdad y a veces de verdades no tan verdaderas”. Lo digo por Voces en la distancia (2002), Clarividencias (2010), y otros relatos que andan por allí. También se atrevió a escribir una novela: Mala casta (2014), explorando el género policial y una interesante investigación durante su estadía en Perú —gracias al patrocinio de su esposa—, que tituló: Los nicaraguas en la conquista del Perú (2012), un útil aporte histórico del que todavía falta mucho por explorar. Además, le dicen poeta, no “pueta” —como al negro Bravo—, por la maña recurrente de escribir poesía, trampa común en la que iniciamos, o terminamos cayendo todos.
Me pregunto: ¿qué es ser cuentista? Al escritor que escribe relatos con medias verdades y medias mentiras, que fantasea con lo que parece posible, y lo dice con frecuencia de manera convincente, le dicen, en el gremio de la literatura, escritor de ficción o cuentista. Pero, en la vida común, a quien cuenta historias falsas que parecen verdaderas, le dicen mentiroso, o al que divaga en relatos diversos, contando cosas que imagina y no existen, algunos le dicen loco. El clásico de la literatura brasileña Machado de Asís, cuenta en el Alienista que loco es lo raro y lo distinto. Los narradores tienen la virtud de contar las cosas cotidianas, ordinarias y extraordinarias, históricas y ficticias, de manera distinta, captando la atención del lector por cualquiera de las múltiples motivaciones que puedan tener, que van desde la distracción de los quehaceres incómodos, la diversión y el ocio para matar el tiempo, hasta la curiosidad, y el interés de aprender, o conocer historias para contar… en ese ciclo inagotable que caracteriza nuestra cultura de imaginar y creer, y seguir contando.
¿Y lo de editor? Quizás sea el oficio actual que le reporta los ingresos necesarios para escribir y contar… Entre los relatos hay uno Melosas palabras de poeta que se refiere a la labor de “reparar poemas” y hacer cartas. Ocupación que puede acarrear desventuras y/o aventuras, pero que a Mario le ha traído, según reconoce, —a pesar que a veces es incómodo que nos corrijan y señalen errores—, buenos sucesos. El último texto del libro es un homenaje al poeta Ernesto Cardenal: Escultor de versos y garzas blancas. ¿Tuvo el valor de corregir los textos en prosa y versos de la obra de “uno de los mejores poetas del mundo”? Parece que así fue, dice: “El viejo tiene una memoria de elefante lúcido”, tarea que lo gradúa, al corregir la obra seleccionada de Cardenal, como editor.
Urtecho ficciona la historia y lo cotidiano, en Xagua, escrito en Perú, se remonta a los inicios de la Conquista; Las Segovias, es el recuerdo de una época y el homenaje a los caídos en la década del 80 durante la Revolución; Multitudes es un breve ensayo filosófico, algo existencial; A veces en las madrugadas, es el cuento más viejo (1995), y el más breve, con el encanto de la brevedad, surrealista e inesperado, preciso; en Siameses recuerda el antiguo cuento de Octavio Rocha: El asesino de su sombra (1932); La señora, relato con rasgos regionalistas y contemporáneos, y un refrán: “Quien reza y peca… empata”; Década de 1920, desde los hechos de una época que carga pesados acontecimientos históricos, asume una posición crítica y actual sobre la concesión del canal interoceánico; y su cuento preferido, el que también pudo prestar el nombre al libro: Extravagancias, el más extenso, en donde un personaje que se parece tanto al escritor, por su melena y los bluyines que viste, por la diversidad de labores en las que incurre, después de andar dando vueltas y vueltas en “oficios equivocados”, llega al que parece mejor le cabe, en donde mejor le pagan, lo respetan y carece de riesgos judiciales… una aspiración franca del personaje —no del autor—, un final de humor: ¡es diputado!
Fuente: El Nuevo Diario