La novela es un buen tejido y conjugación de varios géneros (histórico, thriller, de tesis, aventuras, costumbres y sociológica) que corre al inicio riesgos de perder lectores por las conexiones a fuego lento que efectúa el autor de capítulo a capítulo.
Siempre que miro la estatua del combatiente popular, esa que ahora sirve de portada a la última novela de Erick Aguirre, El meñique del ogro, donde se observa su cabellera, desde abajo y desde atrás, como el peinado de Gokú, apuntando al cielo con su fusil; me digo que es el homenaje a “Charrasca”, héroe olvidado y despreciado de la Revolución sandinista, que se movió entre las frágiles líneas de la delincuencia y el arrebato justiciero; del fusil del guerrillero urbano y el zapapico del trabajador.
Un monumento descamisado, repartido entre la violencia y el trabajo; entre la semiletralidad y las pasiones de alto riesgo; los desplantes suicidas y el respeto por las buenas causas; la desobediencia a cualquier autoridad y la lealtad a sus amigos. Muchacho compuesto de todas las faltas, sin duda, pero también de todas las virtudes que, como miles de ellos, sin nombre propio, hicieron la revolución nicaragüense y, en general, han hecho siempre todas las revoluciones modernas.
Toda revolución moderna es el sueño de la razón. Y, como ya se sabe, los sueños de la razón son monstruos. Octavio Paz, en otro ogro que él llamó filantrópico, como ironía para referirse a los Estados de hoy, creo que dice que las revoluciones modernas solo las pueden encabezar militantes geométricos, hijos de la razón cuya servidumbre hacia la historia los hace sentirse superiores a los semiletrados, o letrados primarios, al sentirse confidentes de un porvenir del que derivan su autoridad, sus profecías y despotismos. Solo en sus fracasos llegamos a saber que todo emancipador está condenado a ignorar el monstruo que más adelante prepara.
El halago de haber servido de referencia para la construcción de un personaje, el Flaco Pastrán, en la novela, no impedirá pronunciarme, a despecho de la experticia y respondiendo agradecido al autor, en virtud de las reglas de cortesía y reciprocidad; con esa violencia a manotazos, propia del Flaco Pastrán, personaje desaliñado y siempre bajo arrebatos; profesor universitario, autor de las provocaciones teóricas que generan algunas discusiones de la “mesa maldita”, así llamado el sitio de reserva de un grupo de amigos en el club nocturno El Panal.
La novela es un buen tejido y conjugación de varios géneros (histórico, thriller, de tesis, aventuras, costumbres y sociológica) que corre al inicio riesgos de perder lectores por las conexiones a fuego lento que efectúa el autor de capítulo a capítulo; solo para sorprendernos por medio de la reunión de todos los hilos en una desembocadura final, que nos recuerda a Juan Rulfo y a Carlos Fuentes.
Toda la novela sigue girando alrededor de las angustias identitarias de un grupo de intelectuales, amigos y rivales entre sí, que se preguntan por las causas de la derrota de la Revolución sandinista, los límites de la democracia y la identidad de América Latina, cuyo autor las lleva tan lejos en su examen como el asesinato de Sandino y la obsesión por responder reflexiones provocadoras del Flaco Pastrán. El plexo de sentidos abiertos por los misterios que ya son leyenda en nuestro país; el ajuste de cuentas reales y metafóricas, en las calles y en las mesas de tragos, entre revolucionarios derrotados; los recupera la imaginación de Aguirre y se obliga a tratar con los inmigrantes como objeto de reflexión y peso en nuestro mundo actual, para construir su ficción, anclado sobre el nomadismo, diletantismo y vagabundeo al que se entregan todos esos amigos en sus noches de bohemia.
Leído con las aludidas claves “otras” de nuestra época, recibidas por una muy distinta, la que refiere el autor como contexto, creo que se mueve entre las angustias de una identidad perdida (o bajo examen) y los excesos, hoy, de una alteridad triunfante que empieza a asfixiarnos. Una combinación que puede llevar a interrumpir y terminar por crear un producto no programado, una especie de anacronismo retrospectivo, como prueba de que nada cambia tanto como el pasado, revisitado una y otra vez por intereses y paradigmas de unos jueces que opinan, como expertos, de sucesos épicos, con el agravante de haber sido participantes directos.
La trama de El meñique del ogro nos hace viajar hasta la New York del post 11 de septiembre, donde se urde una bella trama que hace pasar a la novela por uno de sus momentos más brillantes. Son fascinantes esas descripciones de los trabajadores ilegales, saltando de los edificios en llamas, agitando sus brazos como avecillas con sus “alas rotas”.
El autor nos recuerda aquella célebre escena donde Dustin Hoffman, en Midnight cowboy, golpea un auto que escapa de atropellarlo, diciendo: “Oye, qué te pasa, hay gente caminando aquí”. Yo prefiero recordar otra escena, más apacible, suelta y abandonada a sí misma, que nos recuerda las zonas de confort de los jóvenes de hoy, y con la que despediré estas pequeñas digresiones.
Es aquella donde Jon Voight, con unos walkman en sus oídos, como un anuncio de Sony, asoma su cabecita rubia y feliz, en medio de la multitud indiferente y cruel de las calles de New York que nos desocultó John Schlessinger, oyendo, por dentro, la banda sonora que todos los espectadores escuchan, también, por fuera, y que nos hace casi ponernos de pie, como ante un himno. Las notas de Harry Nilsson: Everybody’s talking at me/ I don’t hear a word they’re saying/ Only the echoes of my mind…
Fuente: El Nuevo Diario